Quise que esa luna redonda y anaranjada que me perseguía se situara sobre mi cabeza envolviéndome con su luz. De un salto, me hice con ella y la encerré entre mis brazos, que resultaron cortos. La froté y pegué mi mejilla a su lado oscuro.
Quise que me diera su apoyo para acarrear lo que no podía con mis manos sostener, y me dio las suyas.
Quise que me diera una familia para enfadarnos, gritar, llamarnos de todo y poder olvidar lo dicho, y sentí su brisa; quise que me deseara, que me sedujera, se negó; quise darle la espalda y me dio la vuelta.
Quise ojear la casa de mi niñez, la calle mayor de mi pueblo, la iglesia donde me bautizaron, me llevó hasta allí; busqué a los amigos, me senté en el centro de la plaza con las piernas entrecruzadas, toqué la humedad del pavimento, me recosté en la Ceiba, y me sentí fuera de lugar.