La leyenda de la luna llena

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La leyenda de la luna llena

     Anochecía. En la taberna un anciano contaba a lugareños y extraños de como el espíritu atormentado de una morisca habitaba el pozo donde se había quitado la vida a causa de los amores desgraciados con un cristiano. Los incautos que osaban frecuentar aquellos parajes en las noches de luna llena jamás retornaban. Un forastero reía y se burlaba de los parroquianos.

     —¡Harto temor por tan poca cosa! —les dijo. 

     Él, que había luchado en los Tercios de Flandes bajo los pendones de Castilla, él, que blandió su espada contra herejes y rebeldes ¿Tener miedo? «¡Jamás lo he conocido!», se vanagloriaba. Era noche de luna llena. Les desafió:

     —¡Acudiré al lugar!

     ¡Y regresaría! ¡Vive Dios! para contarlo y demostrar a aquellos hombres lo absurdo de sus supercherías. En vano le advirtieron. Su confianza en demasía le cegaba. Se encajó hasta los ojos el sombrero de ala ancha y hermosas plumas mientras se alejaba de la aldea. Cuando atravesó el puente que conducía al bosque un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se embozó en la capa para guarecerse del frío de la noche. Sonaron pisadas. Echó mano a la vizcaína.

     —¿Quién va?

     Se escuchaban sonidos de chirimías y timbales, aspiraba el perfume a sándalo. Creyó ver en la espesura siluetas extrañas, danzantes, engalanadas de oro y púrpura que se ocultaban entre el follaje. Las persiguió hasta un claro donde desaparecieron. Allí la luz gélida brillaba plena sobre el viejo pozo. El suspiro del viento trajo dulces melodías en lengua extranjera que provenían de su interior. Se asomó. Allá abajo la luna reflejaba su pálida y redonda faz entre ondas temblorosas. De pronto el espejo del agua reflejó el bello rostro de una mujer de ojos negros y cabellos flotantes. Extendía los brazos, suplicaba entre suspiros lastimeros. Él, arrojó el sombrero, se desprendió de la capa y depositó el arma en el suelo. Le ofrecía su fuerza con el cuerpo inclinado sobre el pozo para liberarla de su prisión. Ya rozaba los fríos dedos que se asieron desesperados alrededor de sus muñecas. Para cuando quiso darse cuenta unas manos descarnadas desgarraban sus ropajes e intentaban arrastrarle al fondo. Él luchaba por liberarse, aquella boca negra le engullía sin remedio. Se agarró a las piedras con dedos ensangrentados para trepar por ellas hasta que se precipitó en la caída. Su grito prolongado se perdió en un eco al que acompañó una carcajada que helaba el alma.  

     A la mañana siguiente los que osaron acercarse tan solo encontraron el sombrero, la capa y la daga. Últimos vestigios de una arrogante imprudencia. Se persignaron alejándose a toda prisa.      

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Maite Corbacho Díaz

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